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Pornoeconomía (Segunda parte)

----------- (En un artículo anterior he glosado la naturaleza ‘porno’ de ciertos estudios de economía, tras haber dado a esta expresión significados etimológicos de prostitución, idolatría y apostasía. Terminaba mis comentarios preguntándome si, más allá de lo chistoso que pueda parecer, había realmente algo de ‘porno’ en ciertos trabajos de investigación económica acusados de explorar ‘el sexo de los ángeles’. A continuación reflexiono sobre ello).


Hay determinada literatura económica, generalmente teórica, que muchos acusan irónicamente de investigar 'el sexo de los ángeles' (sic), porque, según ellos, se agota en estudiar, con planteamientos nada realistas, cuestiones harto abstractas, bizantinas e imaginarias y por ende ajenas a los verdaderos intereses de los economistas profesionales, es decir, de quienes se afanan y faenan allende la academia; se trata de una literatura -concluyen estos críticos- que apenas sirve para resolver los problemas reales que surgen en el mundo económico, y cuyo prestigio entre ciertos economistas académicos sólo se explica por la embriaguez que les causa el ‘glamour’ de las matemáticas.

El carácter ‘porno’ de esta literatura- según esa crítica- estribaría en la idolatría que muestran sus autores al venerar meras, aunque bellas, construcciones mentales (sus santuarios serían ‘castillos en el aire’), y en la apostasía que supone, por una parte, renunciar a la economía como una ciencia social que chapotea en escenarios humanos de sangre, sudor y lágrimas y, por otra, abrazarla disfrazada de ciencia exacta, inmaculada en sus lucubraciones, orgullosa de sus lemas, teoremas y corolarios, pero tan abstraída y comodona en su Olimpo que se evade de los problemas que acucian al ‘oikos’ (es decir, la casa, la patria, la madre Tierra… como ámbitos económicos de la vida); pues no en vano, y al menos según su definición fundacional o etimológica, economía significa el arte de ‘poner orden en casa’ ('nomos' es orden), es decir, de vérselas con asuntos tan tangibles, cercanos, cotidianos y preocupantes como son los domésticos, y de gestionarlos lo mejor que se pueda; y aunque el ámbito económico no se reduzca hoy en día a lo estrictamente doméstico, sino que es muchísimo más amplio y complejo, así como los asuntos y problemas que bullen dentro de él, la referencia a lo material, próximo, corriente y acuciante es, o debe ser, intrínseca a la noción de economía. La literatura que carezca de esta referencia no debería considerarse económica- sentencian quienes la critican - y cuanto más carezca de ella menos debería apreciarse como tal. ¿Por qué aceptar, por ejemplo, que la revista Journal of Economic Theory sea líder del pensamiento económico, si más del 50% de sus artículos son meras matemáticas y el resto apenas trata de cuestiones y problemas económicos apremiantes? (Ojéese la lista de ciento cincuenta ‘articles in press’ que figuran en la página web de esta revista en febrero del 2007). ¿No debería exigirse también a los autores de estos artículos que prueben su utilidad para resolver problemas económicos relevantes con el mismo rigor con que prueban sus teoremas?. Basta ya de sobrestimar una literatura económica abducida por las matemáticas -protestan-, de ‘dar a Dios lo que es del César’ y ‘al César lo que es de Dios’, de convertir en un fin lo que sólo debería ser un medio, o un lenguaje…

Estas críticas no son de ahora. Recuerdo haberlas oído ya, aunque expresadas de otra manera, en mi lejana época de estudiante, y reconozco que en mi pasado, como profesor e investigador, llegué a combatirlas incluso con ardor. Recuerdo numerosas discusiones con colegas afines a esa corriente crítica. Sin buenos fundamentos cualquier castillo que construyáis estará siempre en el aire, solía replicarles, defendiendo la necesidad de fundamentar los análisis económicos con coherencia y rigor; “quod gratis asseritur, gratis negatur”, insistía, reprochando su ‘blablismo’ (su tendencia a afirmar más que a razonar, su bla bla bla...); para ‘poner orden en casa’, primero hay que examinarla y entender lo que pasa en ella, les decía, advirtiéndoles que, sin teoría, la práctica puede ser ciega; incluso contraatacaba apelando a Immanuel Kant quién, según dicen, sentenció que a veces ‘la mejor práctica es una buena teoría’. En fin, con estas y otras réplicas semejantes, siempre he abogado en favor de la teoría económica, y aún lo hago, de modo que no creo, al menos todavía, que la economía teórica en su conjunto sea idólatra y apóstata, y en este sentido 'porno’.

Me ayuda a sostener esta convicción el hecho de conocer a bastantes (aunque cada vez son menos) economistas teóricos que no utilizan las matemáticas en vano, evitando vanas glorias o idolatrías, y que sólo las usan para pensar con rigor; también me reconforta saber de su leal interés por iluminar con sus análisis abstractos la naturaleza y la solución de los problemas concretos, de su honda insatisfacción cuando apenas lo consiguen, de su exquisita humildad para reconocer el alcance limitado (y desde luego no finalista) de sus contribuciones y del noble respeto (tan ajeno al desprecio) con que acogen aquellos trabajos que, debido a ser más aplicados y comprometidos que los suyos, son inevitablemente más arriesgados.

Sin embargo he de reconocer también que, a pesar de mi longeva adhesión a la teoría económica como creyente y practicante, no he podido evitar en los últimos tiempos que tiemble mi fe. Utilizo este lenguaje en reconocimiento del polémico libro de Duchan K. Folie titulado ‘Adam’s Fallacy: a guide to economic theology’. Algo falla en la ciencia económica, o en el tránsito de sus ideas y recomendaciones a la acción, cuando todavía persiste en nuestra ‘casa’ (ya global) ese enorme ‘desorden’ que supone la pobreza y la desigualdad, tras haber trascurrido ya más de dos siglos desde que Adam Smith escribió su 'Investigación sobre la naturaleza y las causas de la riqueza de las naciones'. Con la tecnología y recursos de hoy en día nadie debería morir de hambre (a no ser por accidente), y sin embargo todavía hay hambruna. Dicen que muchas personas no creen en Dios ante la evidencia del mal en el mundo; yo, ante la persistencia de ese y otros grandes desórdenes económicos, sin perder aún del todo la fe en la ciencia económica, estoy ya abrumado por las dudas. Quizás fallen los ecónomos (los actores del orden, o desorden, económico, los implicados en la acción) por no saber comportarse o no cumplir fielmente los preceptos de los economistas (los pensadores, asesores o profetas), o quizás sean estos últimos quienes se equivocan en sus laboratorios de ideas, cálculos y recomendaciones. A veces me pregunto si, en esa gran aventura intelectual en que nos embarcó Adam Smith con su tratado sobre la riqueza de las naciones, no nos olvidamos de llevar también con nosotros su obra anterior titulada 'La teoría de los sentimientos morales'. ¿No nos convendría incorporar en los análisis económicos más consideraciones éticas?.John P. Powelson ha escrito un libro estimulante en este sentido, The moral economy. Les invito a leerlo.

Termino con la siguiente confesión: tras haberme acostado con la teoría económica durante treinta y tantos años, como investigador y profesor, buscando el placer de pensar y hacer pensar para vivir bien y hacer vivir mejor, he abandonado su lecho con (y por) cierta ‘tristeza de amor’. Este sentimiento quizás se deba simplemente a que ‘animal post coitum, tristis est’. Pero mi conciencia me susurra algo más: cierta agridulce sensación de haber estado entre economistas rabiosamente inteligentes que sin embargo, en su mayoría, no llegan a sabios (y algunos incluso se vuelven necios) por no saber comportarse como ecónomos; también me entristece pensar que, en el ejercicio de mi docencia, quizás hubiese podido contribuir menos al alumbramiento de fatuos economistas y mucho más a la formación de honestos ecónomos.

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