19 enero 2009

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10 enero 2009

"Los hijos nacen para ponernos a prueba".

En la película « Road to perdition » de Sam Mendes, el personaje John Rooney (interpretado por Paul Newman) se desahoga con esta frase ante Michael Sullivan (Tom Hanks), buscando su comprensión. Esta estupenda producción de cine negro trata, entre otras, de trágicas historias entre padres e hijos: la de John Rooney con su vástago Connor (Daniel Craig), a quien intenta proteger de las consecuencias de su maldad; la de Michael Sullivan con su adolescente y superviviente retoño, Michael Jr. (Tyler Hoechlin), cuya inocencia pretende salvaguardar; y la propia relación paterna-filial entre ambos mafiosos, John y Michael, la cual, nacida bajo el hálito del crimen y asentada en su ominoso negocio, expira finalmente bajo el estruendo de una metralleta que en manos del último suena a parricida. Puestos a prueba por las amenazas que se ciernen sobre sus hijos, ambos optan por un 'camino a la perdición'.




Aunque, afortunadamente, las historias reales entre padres e hijos no suelen ser tan negras como las de esta película, sí que hay algo de cierto en las palabras de John a Michael que dan título a estas reflexiones. El advenimiento de los hijos, por muy deseado y planificado que haya sido, siempre nos cambia la vida, situándonos ante nuevos caminos, retos, y experiencias. Nos ponen a prueba en el sentido de que nos llevan a reeducarnos, a sacar a flote de nuevo lo mejor o peor de nosotros mismos (educar viene del verbo latino ‘educere’ que significa extraer). Se habla mucho de la educación de los hijos por los padres, pero poco de la educación o reeducación que la llegada de los hijos provoca en sus padres y que puede ser para bien o para mal. Hay padres (confío en que sean casi todos) que, con más o menos acierto, se reeducan bien, caminando por sendas de ternura, paciencia, comprensión y generosidad. Pero, desgraciadamente, hay también otros que no asumen bien su nueva situación y se pierden, terminando incluso en amargas 'roads to desperation".

Cuando Naiara o Patricia (mis dos hijas) cumplen años, no puedo evitar examinar mi trayectoria humana desde que nacieron. Quizás me autoengañe, pero siento que desde entonces, y a pesar de mis numerosos trompicones, he ido mejorando como persona. Por eso, uno de los sentimientos que más me embarga últimamente cuando celebramos sus natalicios es la gratitud. Siento la necesidad de agradecerles sus advenimientos, porque gracias a convivir con ellas he logrado (creo yo) podar muchos de mis defectos y hacer que germinen en su lugar algunas virtudes.

Naiara acaba de cumplir 29 años. Han sido 29 escalones hacia el cielo. Me siento mucho menos imperfecto que en aquel amanecer del ocho de enero de 1980, cuando ella empezó a enriquecer nuestras vidas. Ahora que vive autónoma, y que por primera vez ha cumplido años fuera del hogar familiar, me nace darle las gracias por lo mucho que nos hemos enriquecido con ella a lo largo de todos estos años. Eskerrik asko, Naiara.

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