31 enero 2008

La situación económica:¿tiempos de lobo o sólo de vacas delgadas?

En otras palabras, ¿estamos abocados a una recesión o a una mera ralentización económica?. Según un chiste (del que ya dimos cuenta en el artículo “Ver según se mira”), si se reúnen cinco economistas para discutirlo, probablemente afloren diez opiniones a favor de una hipótesis y otras diez a favor de la otra. A tenor de tantas voces discrepantes que se oyen hoy en día sobre esta cuestión, centrada interesadamente en nuestra economía ante la cita electoral de marzo, parece que la realidad supera al chiste. La incertidumbre, agitada por el oportunismo, brilla hasta cegarnos.

Pero, ya lo dijo Antonio Machado (y lo canta J. M. Serrat): “Caminante, son tus huellas el camino, y nada más; caminante, no hay camino, se hace camino al andar”. Así pues, sólo podemos confiar en nuestro atrevimiento. Pensemos, y ¡que se haga un poco de luz al pensar!.

La amenaza.

Pensemos en el modelo de crecimiento económico que hemos tenido en el último decenio. Nuestro PIB ha crecido a ritmos elevados, creando empleo, reduciendo nuestra tasa de paro y acercándonos al nivel de renta per cápita de la UE-15. Sin embargo, la productividad por empleado no ha evolucionado tan bien, hemos cosechado más inflación que en Europa y nuestro crecimiento ha dependido en gran medida de la financiación externa, de recursos obtenidos en los mercados financieros internacionales.

Insistamos un poco más en lo último, porque por este flanco nos entra ahora el frío. El motor del crecimiento del PIB ha sido la expansión de la demanda nacional, sobre todo, del consumo privado y de la compra de inmuebles, aunque en los dos últimos años ha repuntado también la inversión privada en bienes de equipo. Por el contrario, la contribución de la demanda exterior neta (exportaciones menos importaciones) ha sido tan negativa que el déficit de la balanza de pagos se ha disparado hasta niveles cercanos al 10 % del PIB, que hoy en día son insostenibles. El modelo está agotado, o mejor colapsado, porque los mercados financieros internacionales, heridos por la crisis de los créditos hipotecarios en EE.UU, infectados después de desconfianza interbancaria, y zarandeados últimamente por la volatilidad bursátil, no nos van a permitir correr, como hasta ahora, por la autopista de la financiación externa. Abusando de la metáfora, cabe decir que en estos últimos meses no hay autopistas abiertas, sino más bien angostos y sinuosos circuitos. Y parece que el tráfico financiero internacional seguirá así bastante tiempo.

El problema afecta, directa y especialmente, al sector privado de la economía española, las empresas, los hogares y las instituciones financieras, que han sido los principales agentes del crecimiento económico, pero también del déficit de la balanza de pagos y de las necesidades de financiación nacional. Como es bien sabido, el sector público ha jugado a ahorrar, lograr superávit financiero, y achicar la deuda pública. Un juego, éste, que gustó mucho a los Gobiernos de Aznar, pero en el que también se ha complacido el Gobierno de Rodríguez Zapatero. Una de las características del modelo de crecimiento económico que ahora se agota ha sido la recomposición sectorial de los déficit y endeudamientos nacionales: hemos pasado de una época (años noventa) en que las Administraciones Públicas españolas, en su conjunto, incurrían en déficit abultados que eran cubiertos por el ahorro financiero del sector privado, sobre todo el familiar, sin recurrir apenas a los recursos del exterior, a otra (años dos mil) en que el ahorro público abunda mientras las necesidades financieras de las empresas y los hogares desbordan la capacidad nacional demandando recursos en los mercados financieros internacionales. Como estos mercados ahora tiemblan, el modelo de crecimiento se cae.

Ciertamente, la economía se enfría. Pero, ¿tanto como para que en ella campee el lobo?. No lo creo, pero, aunque así fuera, nuestros gobernantes tienen suficiente munición para batirlo.

La defensa.

Poco calor se pueda esperar del sector exterior, al menos a corto plazo, a la vista de un contexto internacional tan tembloroso, un euro revalorizado, un diferencial de inflación desfavorable (frente a la UE) y una política monetaria severamente gestionada por el BCE. Sin embargo, sí se puede, y no poco, abrigar a la economía con una política presupuestaria expansiva.

¿Para qué, si no es para esto, hemos estado acumulando superávit público en los últimos años? Incluso en el Pacto de Estabilidad y Crecimiento (PEC) que disciplina las finanzas públicas de los países miembros de la UE se contemplan actuaciones compensatorias de esta índole. Sí, es el turno del sector público. El Gobierno central y los Gobiernos autonómicos deben tirar del carro, aunque ello les suponga cierto desgaste. Si el PEC postula equilibrios presupuestarios a medio plazo, podemos permitirnos incurrir en déficit público a lo largo de dos o más años, tras haber logrado un superávit en los tres anteriores (un 1,1% en el 2005, un 1,8% en el 2006 y un 2,3% en el 2007). Huelga justificar que en el caso de algunas comunidades autónomas, como la del País Vasco y Navarra, cuya holgura financiera es manifiestamente grande, el margen para acometar políticas presupuestarias expansivas es todavía mayor.

Otra cuestión es cómo llevar a cabo esta política presupuestaria expansiva. ¿Reduciendo impuestos o aumentando el gasto? Pensemos un poco antes de precipitarnos a regalar rebajas fiscales en el IRPF, en el impuesto de sociedades, en el de patrimonio o incluso en determinados impuestos indirectos. Llevamos jugando a ser europeos demasiados años como para ir ahora contra corriente y desviarnos de pautas económicas dominantes en la UE 15. La presión fiscal media en esta zona (cociente entre recaudación y PIB) es significativamente mayor que en España, así como lo son determinados indicadores de gasto público clave para elevar la productividad del trabajo y paliar la desigualdad social. Además tampoco beneficia a la sociedad la inestabilidad en materia de impuestos. No añadamos a la incertidumbre económica que ya existe un plus de aleatoriedad fiscal.

De ahí que la energía pública que conviene inyectar en la economía para calentarla ante fríos venideros tiene que ver más con el incremento del gasto que con la reducción de los impuestos. Aumentemos el gasto en infraestructuras y equipamientos sociales, en promover actividades de I+D, en potenciar el capital tecnológico y humano, y en otros frentes que deben reforzarse para ganar la batalla de la productividad. Fomentemos la inversión en viviendas sociales, hospitales y centros educativos. Y si hay que velar ante posibles problemas de consumo básico de la gente, y paliarlos con ayudas directas si emergen, demos un trato preferente a los inmigrantes, ese 10 % de la población que tanto han contribuido a nuestros “tiempos de vacas gordas” y que corren el riesgo de ser las “vacas más flacas” en el caso de que empeoren severamente los tiempos.

Termino. No espero al lobo, pero, si asoma, sólo necios pastores o gobernantes nos pueden dejar a su merced. Votemos para que no los haya. Quiero pensar que en nuestra economía van a pacer vacas más delgadas, aunque no flacas, sin la grasa que produce el consumo superfluo, menos infladas y menos inflacionistas. Voto para que, en esta complicada coyuntura, adquieran más músculo y eleven su productividad.

21 enero 2008

Sobre la 'cosa pública' (3): buscando fama.

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La fama siempre es un excremento. Incluso cuando es buena, no deja de ser una mera evacuación de la gloria. Por eso, quien la busca nunca sale de las letrinas.

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Pocas cosas me cabrean más que pisar excrementos caninos en la calle. Maldigo tanto el impudor de sus dueños que, cuando observo excepciones, personas que con presteza recogen y retiran los desahogos intestinales de sus perros, me nace bendecirlas. Así de costosa, tan perversamente cara, se está volviendo nuestra sociedad. Pues nos vemos abocados a pagar con la gratitud lo que es exigible como mera obligación. Peor aún: cumplir con las obligaciones se está convertido en algo tan extraordinario que, cada vez más, quienes las cumplen se creen merecedores de un plus de reconocimiento.

Este vicio está especialmente extendido en la administración pública. Muchos gestores de la ‘cosa pública’ buscan afamarse por el mero hecho de cumplir con sus obligaciones, incluso cuando su gestión está ya suficientemente remunerada. Buscan la fama como una especie de plusvalía, cuyo hedor excremental termina pagando injustamente el sufrido ciudadano. Abundan los casos. Les contaré uno de ellos, que he descubierto recientemente, procurando decir el pecado pero no los nombres propios de los pecadores.

Paseaba por una hermosa villa marinera, ojo avizor ante la posibilidad de reencontrarme con furtivas heces perrunas como las que me habían sobresaltado unos metros antes, cuando atrajo mi atención la nueva cara de un edificio palaciego que yo recordaba en estado de abandono y que ahora mostraba vida interior y balcones abanderados. Curioso, me acerqué a su entrada para conocer el destino o los beneficiarios de tan bella operación de cirugía urbanística. Adosada a una de las dos rectangulares columnas de piedra que escoltan la verja de entrada al jardín hay una placa donde se dice que el palacio ha sido rehabilitado e inaugurado como casa consistorial en diciembre del 2007, escribiéndose a continuación, con babeante reconocimiento, los nombres del alcalde y de un alto cargo del Gobierno Regional.

No sé qué habrán hecho estos personajes para merecer este honor. Quizás han aportado dinero de su propio bolsillo para financiar la rehabilitación del palacio, o han sacrificado horas de ocio y familia velando por su feliz acabado. Si es así, les pido perdón por mis osados pensamientos. Pero si sólo han cumplido con su obligación, la mención honorífica me parece indebida, un leve (seamos indulgentes) excremento moral.

14 enero 2008

Sobre la 'cosa pública' (2): la atracción del 'lado oscuro'.

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Se dijo a sí mismo el administrador: ‘¿Qué haré, pues mi señor me quita la administración de sus bienes? Cavar, no sé; mendigar, me da vergüenza. Ya sé lo que voy a hacer para que, cuando sea cesado, haya quienes me reciban en sus casas’. Y convocando uno a uno a los deudores de su señor, dijo al primero: ‘¿Cuánto debes a mi señor?’. Respondió: ‘cien barriles de aceite’. Él le dijo: ‘Toma tu recibo, siéntate presto y escribe cincuenta. Después dijo a otro: Tú, ¿cuánto debes?’. Contestó: ‘cien cargas de trigo’. Díjole: ‘Toma tu recibo y anota ochenta’. El señor alabó al administrador infiel porque había obrado astutamente. (Evangelio de Lucas 16, 1-8).
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La prensa nos canta estos días que los bancos Lazard y Santander han acogido en su casa a Rodrigo Rato, fugaz ex-director gerente del Fondo Monetario Internacional y gran administrador de los bienes de España, como vicepresidente primero y ministro de economía, bajo el gobierno de J.M. Aznar. Días antes se hacía eco también del doble juego del neocatólico Tony Blair, ex primer ministro británico, quien, al parecer, se propone compatibilizar milagrosamente su dedicación al bien (como “enviado para la paz” en Oriente Medio) con sus servicios al dinero (como asesor de la banca JP Morgan).

Ha habido otros muchos casos, tan sonados como éstos, de ex-políticos o gestores de la ‘cosa pública’ que, tras el cese o abandono de sus cargos, se han hecho de oro en el campo privado explotando la red de contactos e influencias (experiencia, dicen eufemísticamente) que adquirieron mientras administraban el bien común. Estamos tan acostumbrados a verlos en candelero, como “hijos de la luz”, que inevitablemente, cuando dan este salto tan brutal, pensamos que se han pasado al “lado oscuro”, seducidos por el “becerro de oro”.

Pero no…, no caigamos en la tentación de ser jueces demasiado severos. No vayamos más allá de donde llega el señor ofendido en la parábola del administrador infiel, pues aquél elogia la sagacidad de éste sin cebarse en la condena de su conducta previa. Pongamos en práctica sólo la moraleja de este cuento bíblico siendo ex-post tan astutos como ellos fueron ex-ante. En el luminoso libro de la historia, donde se anotan y ponderan los verdaderos méritos de quienes han manejado la ‘cosa pública’, rebajemos desde cien a ochenta, a cincuenta… e incluso hasta a cero, según los casos, el reconocimiento social póstumo de quienes, sin apenas o ningún pudor, han terminado sirviendo en el ‘lado oscuro’.

05 enero 2008

Sobre la 'cosa pública' (1): la 'Y vasca'.


Hoy, día en que tantos están felicitando al rey de España por su septuagésimo cumpleaños, regalémosle una tregua no mentando a la república y hablemos sólo de la ‘re publica’. La ‘cosa pública’, con sus pálpitos de bien común, me parece tan venerable que, de no haber tantos católicos neoconservadores y con tanta voracidad teocrática (no ya cristiana), la llamaría ‘cosa sagrada’ para resaltar su naturaleza ética o moral. Tras esta grave declaración de respeto, lo que critico de algunas de sus concreciones, como la 'Y vasca', sólo aspira a ser algo leve, cosas menores.

No he hecho un estudio sobre los costes y beneficios sociales del proyecto de tren de alta velocidad (TAV) para el País Vasco. Tampoco he tenido acceso pleno a estudios ya elaborados. Sólo dispongo de informaciones sesgadas y fragmentarias. Así pues, no sería prudente, por mi parte, enjuiciar tal proyecto con severidad. Pero puestos a apelar a la prudencia, creo que los gestores de esta cosa pública (entre ellos, el Gobierno Vasco con sus Consejerías de Transporte y de Medioambiente) han carecido de ella, al menos en el frente de la persuasión social y de la comprensión hacia las víctimas de este presunto ‘bien común’, como eufemísticamente podríamos referirnos al TAV.

Me explico. En cualquier proyecto social de esta envergadura los beneficios y los costes no suelen distribuirse por igual entre la población, pudiendo darse casos en que algunos grupos de personas pierden mucho más que lo que ganan mientras otros ganan mucho más que lo que pierden. Además los costes suelen asomar antes y con más certeza que los beneficios. De ahí que puedan producirse movilizaciones sociales contrarias al proyecto, sobre todo, si quienes más pierden a corto plazo y con evidencia han estado tradicionalmente desatendidos en el campo o la actividad que el proyecto pretende revolucionar.

Algo de esto pasa con el proyecto de la ‘Y vasca'. Parece obvio que sus beneficios potenciales recaerán directamente sobre las tres capitales vascas, y sólo indirecta e inciertamente sobre las poblaciones rurales o interiores de sus respectivas provincias, las cuales, en principio, habrán de contentarse con ver pasar al TAV u oír su estruendo. Por otra parte, estas poblaciones, algunas de las cuales han carecido, y carecen todavía, de infraestructuras viarias decorosas, deberán soportar grandes, inmediatos e indudables costes medioambientales, además de tener que asumir insuficientes compensaciones económicas por expropiaciones de terrenos y otros perjuicios.

En este contexto, no me parecen prudentes las manifestaciones de la Consejera de Transportes del Gobierno Vasco en el sentido de que quién se oponga al TAV va contra Euskadi; ni siquiera ante la desgracia de que ETA haya terciado en este asunto. Hay que ser más comprensivos con las verdaderas victimas de este presunto ‘bien común’, a pesar del perverso ruido que ha introducido ETA y aunque se cuente con la bendición del mismísimo Parlamento Vasco, porque, en referencia a esto último, conviene recordar que “vencer no es convencer”, y menos cuando la batalla de los votos se libra en campos parlamentarios tan mediocres como el nuestro (dicho sea con todo el respeto hacia su representatividad). Tampoco me parece sensata, hic et nunc, la mención que la Consejera de Medioambiente ha hecho de los peajes de entrada a las grandes urbes como una medida disuasoria del tráfico invasor y contaminante de los vehículos privados. No pocos provincianos, víctimas del TAV, pensarán que “además de heridos, apaleados”. Si las infraestructuras viarias se hubiesen desarrollado convenientemente en el vientre de los tres territorios históricos, y el transporte público hacia sus cabezas o capitales hubiese sido más fluido y barato, probablemente el proyecto del TAV habría sido mejor acogido y la propuesta de establecer peajes urbanos (vigentes ya en algunas ciudades europeas) no levantaría tanto resquemor. Las cosas (por muy buenas que sean) no hay que hacerlas ni proponerlas a destiempo.

El bien común obliga, se impone…, pero ¡qué cosas marginales tan feas jalonan la ruta de la ‘cosa pública’!. Y es que hay gestores de la ‘re republica’ que hacen intervenciones sociales quirúrgicas sin respetar normas elementales de cirugía estética, o lo que es peor, sin hacer siquiera labores de maquillaje. En fin, seguiremos hablando de estas y otras cosas menores de la gran ‘cosa pública’.

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