Crisis inmobiliaria y riesgo moral
En España no hay hipotecas basura y, de momento, la recesión económica no es tan probable como para alarmarse. Lo cual no excluye que ciertos sectores, como el de la construcción e inmobiliario, estén en graves dificultades, sino en crisis. También aquí, el problema es fruto de la codicia que ha animado la economía del cemento y el ladrillo en los últimos diez años. Leo en la prensa que algunas empresas de este sector (promotoras y demás) empiezan también a pedir ‘sopitas’ al Gobierno para paliar los efectos de la crisis que padecen. Dicen que su sector es muy importante para la economía, demasiado para dejarlo caer, que su contribución al Producto Interior Bruto y al empleo ha sido crucial, y que conviene siga siéndolo.
Pero un efecto colateral de las operaciones de salvamento que se están llevando a cabo en EE.UU y las que se piden aquí en España es que acrecientan el “riesgo moral”, un problema tan perverso que merece ser explicado brevemente antes de seguir con nuestros comentarios.
¿Qué es eso de “riesgo moral”?
Los problemas de riesgo moral, o de “moral hazard” (en la literatura anglosajona), son muy antiguos, tanto como lo es la inclinación humana a trampear con fines lucrativos. Esta expresión fue acuñada en el siglo XVII, en los albores de la City londinense, por los profesionales del seguro marítimo, ante el creciente número de naufragios de buques mercantes que ocurrían por manifiesta imprudencia o negligencia de los navegantes, quienes incluso los provocaban en muchos casos, al amparo de contratos de aseguramiento de mercancías y naves que por sus condiciones y cuantías indemnizatorias resultaban excesivamente favorables para el asegurado. Hundir el barco y cobrar la indemnización era con frecuencia una buena estrategia para el desaprensivo naviero, y una ruina para el ingenuo asegurador.
El adjetivo “moral” hace referencia a la conducta del asegurado, quien, en parte o en todo, es considerado culpable del siniestro. Sin embargo, puestos a buscar responsables, tampoco podemos olvidarnos de la ingenuidad del asegurador. Éste no puede firmar acuerdos que inciten al asegurado a ser negligente, o incluso a algo peor, provocar el siniestro. Ni decir tiene que las compañías aseguradoras pronto aprendieron de sus ruinosas experiencias y ‘se curaron en salud’ ofreciendo a partir de entonces, y no sólo en el ramo del seguro marítimo sino en todos los campos de su negocio, contratos con restricciones, o salvaguardias, preventivas del riesgo moral. Entre éstas destacan las medidas de co-aseguramiento, mediante las cuales se obliga al asegurado a asumir parte de los daños del siniestro si éste se produce, forzándole de este modo a ser más prudente en su conducta. ¿Quién de nosotros no conoce, por ejemplo, las franquicias y otras onerosas limitaciones que nos imponen en los contratos de seguro de automóviles?
Las imprudencias deben pagarse, y más si son hijas de la codicia.
Retomemos la cuestión de la ayuda a las empresas constructoras e inmobiliarias españolas recordando su pasado. Compraron ingentes cantidades de suelo para edificar, cebando incluso a la corrupción cuando fue necesario, construyeron mucho para vender caro y especularon imprudentemente..., se endeudaron ‘hasta las cejas’ para financiar sus aventuras. Ahora no ven salida para escapar de sus deudas. No pueden renovarlas, ni pagarlas. Sus activos inmobiliarios, plenos de cemento y ambición, se vacían de valor, se ahuecan, no tienen crédito. Su demanda se desinfla, es abandonada por la fiebre que la ha poseído hasta hace poco. Y claro, las pobrecillas han comenzado a pedir sopitas fiscales (que los beneficios fiscales para la compra de viviendas se refuercen a fin de sostener la demanda) para probablemente terminar pidiendo mucho más.
Pero ¿es tan crucial, como dicen, reflotar este sector?. Pienso que no. La economía del ladrillo ha sido, sin duda, importante para la economía en general, pero ya no es crucial. La economía española, en su conjunto, necesita expandirse por otros cauces. El reto consiste no tanto en relanzar este sector como motor de crecimiento como en reemplazarlo. En este sentido, urge mucho más dinamizar otros sectores, facilitar cierta reconversión profesional y tomar medidas para recolocar el empleo excedente. He aquí donde deberían recalar los recursos públicos y no en un sector que ha cebado en demasía sus ambiciones. Así pues, no hay razones de bien común para reflotarles, y sí motivos de justicia (al menos, financiera) para dejarles que carguen con el peso de sus truncadas ambiciones. Deben pagar por lo que han hecho, corresponsabilizarse de su naufragio y no endosarlo a la sociedad a la que, además, han saqueado con el encarecimiento lucrativo de los inmuebles. De otro modo, sin severo escarmiento, no conseguiríamos sofocar sus tentaciones para reincidir y, de nuevo, estaríamos a merced de su riesgo moral.
Lo más lamentable de esta historia es que el naufragio no alcance, en toda su gravedad, a las grandes ratas, las grandes empresas constructoras (Sacyr Vallehermoso, ACS, Acciona, y otras), que hace tiempo abandonaron el barco de la construcción para refugiarse en otros sectores con más futuro, como el energético. Sobre esto último ya escribí en este blog, en octubre del 2006, con el título "la urbanidad de nuestro urbanismo".