18 julio 2007

Creer en tiempos revueltos

Plagio el título de una serie de televisión, que se está emitiendo en estas tardes del estío y que ilustra lo complicado que era amar en tiempos de la posguerra franquista, para lamentar lo difícil que es creer en nuestros días. Apuntaré sólo hacia tres frentes de niebla: el religioso, el bursátil y, ¿cómo no?, el político.

Leo en la prensa que la Conferencia Episcopal sigue viendo al diablo en la proyectada asignatura ‘Educación para la Ciudadanía’ y que el Cardenal Rouco Varela, príncipe de la Iglesia Católica bautizó hace unos días a una princesa del reino de España. ¿Qué fe pueden merecer los principescos pastores de nuestra Iglesia, tan descarriados ellos que confunden el reino del Cesar con el de Dios, y tan poco cristianos que cierran, sin cáritas, las puertas del reino de los cielos a sus legítimos pretendientes, los pobres y marginados (caso de la parroquia vallecana de Entrevías), mientras que las abren, de par en par y con gran boato, a los ricos y poderosos, de quienes se ha dicho (y además en santa escritura) que les es más difícil entrar que a ‘un camello pasar por el ojo de una aguja’.

Recientemente la Comisión Nacional de los Mercados de Valores que, como otras agencias reguladoras (por ejemplo, la Comisión Nacional de la Energía) están bajo sospecha de parcialidad política, parece que huye hacia delante, pues no ha tenido pudor para reconocer que la bolsa no es de fiar en sus burbujeantes valoraciones del sector inmobiliario, pero sin embargo calla pudorosa ante las enormes revalorizaciones registradas en el sector energético. ¿Debemos suponer, o creer, que, a diferencia de lo que ocurre con las empresas inmobiliarias, la bolsa es fiable cuando, bajo soplos de movimientos corporativos, burbujea con las energéticas, valorando, por ejemplo, la acción de Iberdrola casi tres veces más de lo que valoraba hace tres años? ¿No se nos dice, una vez más, media verdad, lo que es sólo políticamente correcto?

Por último, todavía sigo pensando en el descrédito de la política española, a tenor del último debate sobre el estado de la nación, en el que el presidente del Gobierno y el líder del primer partido de la Oposición se acusaron mutuamente, y además con inusitada acritud, de no tener ya credibilidad. Si ambos representan el sentir de sus votantes, ¿no habrá que concluir (no se ofendan los demás partidos políticos, más minoritarios) que casi media España desconfía de la otra media?. Parece tan grande el fanatismo que impera en las dos orillas de esta abismal desconfianza que mil razones que se lanzan desde una no llegan a suscitar en la otra la más mínima duda. Causa estupor, y profunda decepción democrática, ver por televisión cómo los grupos parlamentarios se transforman en bulliciosos coros de gallinas cluecas con sus señorías revoloteando en sus asientos, jaleando a su gallo y abroncando al contrario.

Y hablando de política, es inevitable mentar también el gran apagón que se ha producido en el País Vasco con el horrendo descrédito de ETA al retornar a la lucha armada y con la consiguiente crisis de fe en el cacareado proceso de paz. ¿En qué creer ya?. ¿A quién creer aún?. Nuestro Lehendakari Ibarretxe, acaba de encender una luz: ‘La gente está cansada de los políticos, incluso de mí’, ha dicho. Yo creo en este diagnóstico del Lehendakari, y creo también que él lo cree de verdad. Esperemos, pues, que esta fe se propague y se fortalezca hasta ‘mover montañas’.

01 julio 2007

Pisar París

“No hay hombres mediocres, sólo observadores mediocres” (J. Joyce)

He estado en París un par de semanas. Deseaba pisar esta ciudad para avivar mis ojos, excitar mi curiosidad y recibir la luz que sólo da el don de observar. Y en efecto, he vuelto más lúcido.

Lo primero que observé de París fue su nombre, en mi casa, un mes antes de viajar, tras haber aceptado la invitación de un amigo que me ofrecía alojarme en su apartamento de la Rue Vaugiraud, cerca de la estación de Montparnasse. Era una mañana en que, tras haber leído el diario El País, me preguntaba, una vez más, qué podría hacer allí, solo, durante dos semanas. Entonces, me fijé espontáneamente en la palabra ‘País’ del periódico, y caí en la cuenta de que si intercalaba una rse convertía en ‘París’. Me hizo gracia, y empecé, juguetón, a combinar las cinco letras de este vocablo. Sonreí cuando comprobé que ‘Prisa’, el nombre del grupo propietario de El País, era una posible combinación. También fue fácil descubrir que ‘Pisar’ era otro posible resultado. Entonces lo vi claro: había estado antes, y varias veces, en la capital del Sena, pero siempre fugazmente, con ‘prisa’; esta vez no sería así, iría a ‘pisar’ París, a poner mis pies sobre esta gran urbe europea, a recorrerla a pie, mirarla y aprender de ella.

Me hice peregrino en París durante dos semanas, y en mi peregrinaje, lo reconozco con satisfacción, he contemplado sus fachadas mucho más de lo que he hurgado en sus entrañas. He sido, sobre todo, un peatón curioso, un ruante que ha admirado sus calles, plazas, jardines, catedrales, palacios, monumentos y museos, pero que apenas se ha adentrado en estos últimos, y menos aún en restaurantes, teatros, cines y demás divertimentos. No he utilizado buses, ni ‘bateaux’, y muy poco el metropolitano. En París, he explorado más el hábitat que los habitantes, lo cual no quiere decir que no haya observado también muchos de sus hábitos. El habitante parisino que más he admirado, con el que más he dialogado y compartido el tiempo, y del que más he aprendido ha sido el río Sena. De hecho, cuando me lo encontré en mi primer paseo, decidí sacrificar lo demás para dedicarme a él. Y es que el Sena habita Paris, como hábitat, habitante y hábito de los parisinos; es, como dice su propio nombre, el seno de París: esta urbe nació en él y se expandió a lo largo de él, en sus dos orillas.





El verdadero, o al menos más histórico, arco de triunfo de París no es el que se yergue en la Plaza Charles De Gaulle, no. El arco que ha dado el triunfo a esta ciudad, y que todavía lo sostiene, es el que forma el Sena al amamantar París (véase el mapa adjunto).Tras haberlo cruzado muchas veces a través de sus numerosos puentes y haberlo acompañado en su arqueante curso con cortos recorridos por ambas orillas, quise hacer algo más. Pensé en bañarme, e incluso en sumergirme en él; pero él mismo, con su briosa y corriente lengua, me desaconsejó. Estuve tentado de lamerlo a bordo de un ‘bateau’, pero me pareció un gesto demasiado superficial y vano. Se me ocurrió entonces, pasear con él, junto a él, a lo largo de todo el arco fluvial desde la estación de Austerlitz hasta el puente de Garigliano, pasando de la ribera izquierda a la derecha según me conviniese. Con este paseo esperaba contemplar mejor el esplendor de su gloria, esparcida a lo largo de las dos orillas. Lo hice en poco más de dos horas. Mi esperanza se cumplió.

Termino, por ahora, con dos recomendaciones. Si van a París, rúen por ella, perdiéndose entre sus calles, bulevares y avenidas, porque siempre se encuentra algo valioso. Pero, si de verdad quieren encontrar el alma de París, entonces no se pierdan entre animaciones, y vayan directamente al Sena. Mírenlo, remírenlo y admírenlo. Y si les gusta pasear, no hay como pasear con el Sena, junto al Sena, a lo largo de su arco de triunfo.

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