24 diciembre 2007

Desde la cima de Kurutzeberri: Urte berri on.

En el País Vasco hay costumbre de despedir el año viejo en la cima de un monte, acogiendo al mismo tiempo al nuevo con un ¡Urte berri on! (o ¡Feliz año nuevo!). Esta vez, yo lo haré en Kurutzeberri, rocosa cumbre, vecina de Aretxabaleta (Gipuzkoa), donde se yergue una gran cruz de hierro que explica su nombre (Kurutzeberri significa cruz nueva). Allí iré a esparcir las cenizas de un sueño roto en el 2007 y a soñar con su resurrección en el 2008. Pero para hablar de ello, necesito antes venerar con mis recuerdos a alguien cuyo espíritu yace cerca.



Fotografia: M. C. Amilburu


Desde esta crucífera cumbre se contemplan, de izquierda a derecha, varias grandes cimas de nuestra tierra, las de los montes Gorbeia, Anboto, Udalaitz, Txindoki y Aizkorri. En la de éste último hay un hacha (aizkora en euskera) que también guarda relación con su nombre. Bajando la vista, se puede otear la costra urbana que las poblaciones de Eskoriatza, Aretxabaleta y Arrasate-Mondragón han ido produciendo a lo largo de los años en la cuenca alta del río Deba. Pero el capricho paisajístico se encuentra bajo la misma cruz, a su derecha, en el valle de Urkulu, donde varios rebaños de casas abocan a un bello embalse de aguas frescas saciando nuestra sed de buenas vistas. Aunque para apreciarlo en toda su bucólica belleza conviene descender hasta el borde de una pradería cercana a la cruz que hace de balconada.



Fotografia: M. C. Amilburu


En la entrada del valle, accediendo desde Aretxabaleta, campa el histórico Palacio Otalora, que se columbra desde la base de la cruz. Esta ilustre casona se rehabilitó en su día como centro de formación de directivos del grupo Mondragón Corporación Cooperativa. En sus bajos, convertidos en museo del cooperativismo, reside lo más alto del pensamiento de José María Arizmendiarrieta (JMA), su gran profeta, fallecido en 1976. Tuve la oportunidad de comprobarlo en 1983, año en que impartí allí algunas lecciones sobre comercio internacional.



Fotografia: M. C. Amilburu

En mi visita al museo, me impresionaron tres palabras que estaban escritas en castellano (así lo recuerdo), realzadas en una placa, o en una portada de un libelo, o en un manuscrito (esto no lo recuerdo tan bien), con el siguiente orden: Educación, Trabajo y Ahorro. Era evidente que resumían, a modo de lema, el legado ético de JMA. Este sacerdote, sociólogo y humanista, propugnó una especie de ‘eje del bien’, que podemos entender así: el motor de arranque de cualquier proceso de desarrollo empresarial, económico y social es una buena educación; con ella el factor trabajo, clave para conducirlo, se hace más eficiente; y, para consolidar el proceso como una espiral virtuosa, se necesita ahorrar parte de la renta generada, destinándola a formar capital físico, tecnológico y humano (de nuevo, la educación).

Ni decir tiene que detrás de este discurso latía su firme creencia en el valor de la cooperación. De hecho su idea de la cooperación la plasmó en un modelo de integración transversal de los distintos factores concurrentes -educativos, laborales y financieros- urdiendo un movimiento cooperativo que, hoy en día, bajo el nombre “Mondragón Corporación Cooperativa”, aúna en su estructura una Universidad, una red de centros productivos y comerciales que trasciende nuestras fronteras e instituciones financieras dinámicas. Si por sus frutos se disciernen los buenos de los malos movimientos sociales, es indudable que el movimiento cooperativo muñido por JMA está liberando a Euskadi del paro, de la pobreza y de la carencia de reconocimiento internacional.

Ahora sí puedo contar mi sueño. Hace unos años, tras una comida de fraternidad en el restaurante Matikua, sito en el barrio de Aozaratza, muy cerca de Otalora, mientras hacía la digestión paseando por el camino que rodea el pantano de Urkulu, evoqué esas tres palabras y caí en la cuenta de que con sus iniciales se podía formar también el acrónimo ETA (Educación, Trabajo, Ahorro). Cuando después, en el 2006, la organización violenta ETA (Euskadi Ta Askatasuna) declaró su tregua, me embriagó, como a muchos otros, la ilusión de que esta vez, sí, la cosa iba en serio y que nos acercábamos al final de una negra historia. Durante la primera mitad del año 2007, a pesar del atentado de Barajas, seguí soñando que ETA abandonaba la violencia para abrazar el modelo cooperativo ETA; que se reeducaba, trabajaba políticamente y ahorraba muertes, sangre y lágrimas; que se libraba de sí misma y, de este modo, daba mayor libertad a Euskadi. Pero este sueño ya se ha quebrado. Alguna nueva serpiente (desconocida, pues no se nos ha explicado) lo ha debido envenenar, provocando su aborto.

Como ya he dicho, subiré a Kurutzeberri, a finales de este año, para arrojar las cenizas de este sueño sobre el valle de Urkulu, sobre el Palacio Otalora, sobre el Museo de José María Arizmendiarrieta. Miraré al altivo Aizkorri y le rogaré que se arranque el hacha de su cresta, lo entierre en el Kurutzeberri y se arrodille ante la cruz. Quizás se conmueva escuchando las plegarias que entonaron los montañeros de Aretxabaleta hace ya muchísimo tiempo, el 15 de septiembre de 1928, fecha en que la erigieron, y que se conservan inscritas en una de las cuatro placas metálicas que, a modo de gran pulsera, rodean, adosadas, el talle rectangular de la cruz. La inscripción, en euskera antiguo, dice:

“Kurutze beŕi, kurutze ona,
zabaldu izu gure eŕian pakea
eta zoriona”.

La traduzco así:

"Cruz nueva, cruz buena,
extiende la paz y la felicidad
en nuestra tierra".


Fotografia: M. C. Amilburu


Leyendo esta plegaria, sueño que vuelvo a soñar.

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