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ECONOMÍA EN APRIETOS

Lo acaba de reconocer Solbes en vista del empeoramiento de nuestra economía. A corto plazo, tendremos que apretarnos el cinturón. Y además nos conviene que lo hagamos todos, solidariamente, para evitar males mayores. Pues nada nos perjudicaría más que los sindicatos y organizaciones empresariales se enzarzasen en pugnas para traspasarse mutuamente los sacrificios y que los Gobiernos de las distintas Comunidades Autónomas jugasen a reivindicar más recursos del Estado en un juego de suma cero.

El empeoramiento económico.

Hace un año, por estas fechas, entró en erupción el riesgoso mercado hipotecario de EE.UU., vomitando lava de desconfianza por los mercados financieros internacionales, y a través de ellos, por las economías de los países desarrollados. Sus secuelas en España son ya bien conocidas: bancos y cajas se han visto salpicados, arrugándose en su actividad crediticia nacional; el más burbujeante y tragón de nuestros sectores, el inmobiliario, no puede refinanciarse y se tambalea; al averiarse uno de los motores de la economía, y resentirse también las actividades satélites de la construcción, repunta el desempleo; tiembla la bolsa, caen las cotizaciones de las empresas y se aminora la riqueza financiera de mucha gente; se frena el consumo, se paraliza la inversión y se hunden los índices de confianza sobre la economía española

Este sombrío curso se ha agravado desde la primavera 2008 con la inesperada escalada del precio del petróleo. El encarecimiento de esta materia prima, compensado sólo en parte por la apreciación del euro frente al dólar, se ha notado ya en el transporte, en determinadas industrias, en la inflación de precios, y en el bolsillo de la gente. Y aunque en estos últimos días la cotización del “oro negro” parece que se está moderando, la incertidumbre sobre el devenir de su mercado gravita sobre nuestras empresas y economías domésticas desalentando las actividades de producción y consumo.

Las soluciones necesitan tiempo...

En teoría, no hay demasiadas discrepancias sobre las soluciones para superar tanto la crisis del modelo de crecimiento económico español de los últimos doce años como la crisis energética. Por una parte, se necesita potenciar actividades económicas alternativas a la construcción que añadan valor significativo a nuestra producción interior y que, en gran parte, sean susceptibles de exportación (para aliviar nuestro déficit de balanza de pagos), lo cual presupone elevar la eficiencia de nuestro sistema productivo y, por ende, hacerlo más competitivo internacionalmente, mediante la mejora de nuestras infraestructuras, el incremento de nuestro capital físico, tecnológico y humano, reestructuraciones empresariales y una mayor disciplina laboral, mejor funcionamiento de las Administraciones Públicas, regulaciones más atinadas, medidas liberalizadoras en algunos mercados etc. etc. Por otra parte, en lo concerniente a la crisis energética, es claro que, además de un consumo (público y privado, industrial y doméstico) más responsable y disciplinado, la solución definitiva pasa por sustituir al petróleo (del que ahora somos tan dependientes y cuyo consumo importamos en un 85 %, agravando nuestro déficit comercial con el exterior) por otras fuentes de energía, preferiblemente no contaminantes y propias (no importadas), como las renovables.

Sin embargo, es evidente que ese aumento de eficiencia y competitividad exterior no se puede conseguir en un corto periodo de tiempo, como tampoco es posible una sustitución rápida y significativa del petróleo. Por ejemplo, doblar en el 2008 los recursos destinados a I+D+i no garantiza que en el trienio que viene nuestra industria se haga más eficiente, innovadora y competitiva. La investigación y su aplicación suele tener efectos bastante retardados y, además, no siempre seguros. Por otra parte, llevamos ya décadas (desde los años setenta en que padecimos la primera crisis energética) tratando de disciplinar el consumo de energía y de sustituir el petróleo por otros inputs.

… y reglas de juego institucional coherentes.

Las soluciones no sólo exigen tiempo. Su logro también depende de cómo esté repartido “el poder”, de su grado de fragmentación y de la responsabilidad colectiva de los distintos feudos. Porque una cosa es el consenso teórico sobre las soluciones adecuadas para resolver las crisis, y otra el acuerdo sobre las vías concretas e instrumentos para alcanzarlas. Por ejemplo, podemos estar todos de acuerdo en que es necesario aumentar los recursos destinados a I+D+i, pero quizás no lo estemos tanto ante cuestiones como quién y cómo debe financiar y gestionar estos recursos (si el Gobierno Central o los Gobiernos Autonómicos, si emitiendo deuda publica o reduciendo otros gastos, si potenciando la capacidad de investigación de las Universidades o el dinamismo innovador de las empresas).

La descentralización del Estado en Comunidades Autónomas con competencias cada vez mayores y más numerosas, hace que muchas políticas sectoriales del Gobierno Central tropiecen con los celos y recelos de las administraciones regionales que con creciente frecuencia las reprueban, o simplemente las ignoran, por considerarlas intrusas.

Ni decir tiene que muchas medidas concretas para fomentar la eficiencia productiva que necesitamos y paliar la actual crisis energética que padecemos se aplican en campos (educación, formación continua, tecnología, infraestructuras, transporte, relaciones laborales, comercio y otros) cuya jurisdicción competencial puede ser objeto de discusión y causa de conflictos institucionales. Y malo sería que esto ocurriese en las circunstancias actuales.

A corto plazo, apreturas y sacrificios.

Mientras no emerja y fructifique esa “revolución de la eficiencia” que tanto necesitamos y no se sustituya significativamente la importación del “oro negro” por generación propia del ”oro verde” (energía renovable, ecológica), habrá que “apretarse el cinturón”, como preconiza el Vicepresidente Solbes. Porque es muy estrecho el margen del que dispone, a corto plazo, el Gobierno Central para suavizar los inevitables sacrificios que vienen: pérdida de empleo en muchos casos, menor poder adquisitivo de salarios, beneficios y otras rentas en otros muchos, y en general menores niveles de consumo de energía y de bienes perecederos y duraderos.

El margen para una política central que incremente o refuerce las medidas paliativas es ciertamente pequeño por varias razones. En primer lugar, hay que tener en cuenta que el déficit público va a aumentar de forma automática o pasiva debido a la brusca caída del crecimiento del PIB que mermará la recaudación tributaria del Estado mientras aumentará el gasto en prestaciones por desempleo. En segundo lugar, no se debe olvidar que las Comunidades Autónomas, en su conjunto, han sido deficitarias incluso en la época de bonanza (como la pasada), y por lo mismo cabe esperar que sean muy renuentes a disciplinar su gasto en los malos tiempos que se avecinan. En tercer lugar, recordemos que la disciplina del Pacto de Estabilidad y Crecimiento de la UE pone límites a los niveles de déficit y deuda en que pueden incurrir el conjunto de Administraciones Públicas españolas. Y en cuarto lugar, aunque todos estos condicionantes dejasen todavía al Gobierno Central algún margen para incrementar su déficit reduciendo impuestos o aumentando el gasto, lo lógico es pensar que la mayor parte de este margen residual se utilice para potenciar la economía a fin de que sea más eficiente en producción, en competitividad exterior y en generación y uso de la energía.

Así pues, a corto plazo, parece inevitable que tengamos que asumir sacrificios. Lo justo sería que en su reparto resultasen menos perjudicados aquellos que en los buenos tiempos pasados han sido también los menos beneficiados. Pero, ya se sabe, la justicia es más escasa que el oro (sea éste negro, verde o amarillo).

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